El próximo 7 de septiembre, el Servicio de Correos y Filatelia presentará un sello conmemorativo para celebrar el 75º aniversario de la proclamación del dogma de la Asunción de la Santísima Virgen María.
Fue el 1 de noviembre de 1950 cuando el Papa Pío XII, con la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus, declaró que la Inmaculada Madre de Dios, María, «terminado el curso de la vida terrena, fue asunta a la gloria celestial en alma y cuerpo».
En la programación filatélica de este año no podía faltar la conmemoración de este dogma de fe, que entrelaza la devoción popular con un mensaje siempre actual, capaz de iluminar la vocación de todo hombre y de toda mujer.
María, asunta al cielo en cuerpo y alma, se distingue de todos los demás seres humanos, anticipando la suerte común de la humanidad en la resurrección final. Ella es «principio y garantía» de la resurrección de todos, signo concreto de que el ser humano, en su unidad de alma y cuerpo, está llamado a participar de la gloria de Dios. Este dogma, lejos de ser únicamente una afirmación teológica, es un anuncio de esperanza que ilumina el destino último de todo ser humano.
El significado de la Asunción se revela hoy más actual que nunca. Vivimos en una cultura marcada por contradicciones: por un lado, la obsesión por la belleza, la eficiencia y el rendimiento; por otro, la mercantilización y el descarte de los cuerpos señalados por la fragilidad. La glorificación del cuerpo de María reafirma, en cambio, la dignidad intrínseca de toda persona y proclama que ningún cuerpo queda excluido de la promesa de la transfiguración en Dios.
María, asunta al cielo, recuerda que la salvación no concierne solamente al alma, sino a la persona entera. La fe cristiana no es espiritualismo abstracto, sino promesa de un cumplimiento que abarca la materia, la historia y el universo entero. La Asunción se convierte así en profecía de unidad y en anuncio de una belleza que no se marchita.
El dogma de la Asunción de María, arraigado en siglos de fe y de tradición, se revela como un mensaje siempre vivo. No se refiere únicamente a la Madre del Señor, sino que ilumina la vocación última de toda la humanidad: la gloria de la vida eterna. En la figura de María, la Iglesia reconoce la dignidad inviolable de cada persona y la certeza de que la vida, custodiada por Dios, no acaba, sino que alcanza su plenitud.